Ritual funerario en Al-Ándalus

Maqbara en Asilah

Las fuentes escritas documentan hasta un total de veintiún cementerios islámicos en la ciudad de Córdoba, en gran medida localizados en las intervenciones arqueológicas realizadas en los últimos veinte años. Eran amplias zonas dispuestas extramuros que llegaron a albergar miles de tumbas en superficie. A menudo se han registrado también varios niveles superpuestos de enterramientos, especialmente en los más antiguos como el cementerio o Maqbara del Arrabal, al sur del río. 

Podría decirse que, caracterizado por su simplicidad y sobriedad, el ritual funerario andalusí solía igualarse al del resto del mundo islámico. Cuando un enfermo agonizante estaba a punto de expirar, levantaba el dedo índice de su mano derecha para dejar testimonio de su fe en un sólo Dios. Una vez fallecido se recordaba el nombre de Allah y la shahada o la mención de la profesión de fe musulmana. Cerrados los ojos del difunto, sólo debía de acercarse a él quien estuviese limpio y purificado ya que la persona encargada de practicarle la última ablución era la única que podía verlo cubierto con una sábana. 

Dicho familiar, pariente o amigo mojaba el cuerpo un número impar de veces y en el último lavado frotando la piel con hojas de parra, níspero o alcanfor decía "Allah es el más grande, Señor, perdónalo, apiádate de él". Era la única y última vez que al difunto si era varón se le aplicaba gashul, preparado de arcilla o tierra de batán, agua de rosas y otras flores aromáticas, cuya fórmula a veces secreta, solía hacerse en casa y que usaban las mujeres en el hammam.

Una vez concluido el amortajamiento que consistía en envolver al difunto con tres, cinco o siete tiras de lienzo o lino ungidas en almizcle, alcanfor y otras sustancias olorosas, se depositaba sobre el cuerpo o el féretro una sábana o paño (dos sobre las mujeres) para ser conducido en parihuelas. Algunas fetuas nazaríes señalan que podían añadirse durante el cortejo velos de seda e hilos de oro.

candil de piquera, siglo XI en Valencia

Incluso había quienes, como Al-Asili, jurista que vivió en la Córdoba del siglo XI, quiso ser envuelto en más de un sudario dejando entre los paños, sitio para introducir algunos de sus libros. En Alcazarquivir todavía hoy las puertas de las casas quedan entornadas mientras que amigos y parientes esperan la hora del funeral en la calle para conducir al difunto a hombros sobre una parihuela adornada con tallos de flor de aloe. En Al-Ándalus las angarillas perfumadas con algalia las transportaban los familiares hasta la mezquita, primer alto en el camino seguido de un cortejo que caminaba a pie.

Si el difunto había sido alguien reconocido por su santidad, la muchedumbre se agolpaba para llevar o tocar  las parihuelas y así impregnarse de su baraka lo que en ocasiones acaba destrozándolas. No obstante, las mulas de carga y carros constituían el vehículo de transporte al paraíso tal y como describe el filósofo Ibn Al-Arabi sobre el sepelio de Averroes en Córdoba "Ya no volví a encontrarme con él hasta que murió. Cuando fue colocado sobre una acémila, el ataúd que encerraba su cuerpo, pusiéronse sus obras en el costado opuesto para que sirviesen de contrapeso".

Averroes fue inicialmente enterrado en la ciudad de Marrakech, pero sus restos allí solo reposaron tres meses ya que después fue trasladado hasta Córdoba, concretamente al cementerio de Ibn Abbás donde se erigía el panteón familiar de los Banu Rusd y de otros muchos notables cordobeses y, según consta, fue transportado significativamente en una bestia en la que iba a un lado su féretro y al otro sus libros, con los que sería enterrado, tal como aseguró también Ibn Al-Arabi.

Todo aquel que en la calle viera pasar la comitiva, debía levantarse y acompañar en su dolor a los familiares y amigos del difunto, un ritual que sufría variaciones según la clase social a la que pertenecía el fallecido. Las mujeres pobres, embadurnaban su cara con hollín gritando y lacerando su pecho y mejillas, justo lo contrario a los sepelios reales donde el sufrimiento se contenía en silencio siguiendo un cortejo y protocolo organizados. Todo apunta que hombres y mujeres fueran vestidos de blanco, color de luto en el Islam como así lo revela el viajero alemán Jerónimo Münzer en una visita a Granada en el año 1494 habiendo presenciado un funeral popular por sus calles.

lápida del hayib Sapur en el Museo de Badajoz

El sahumerio constituyó un ritual habitual que acompañaba al difunto hasta detenerse en una puerta de la mezquita habilitada al efecto, una vez escuchada la llamada del almuédano. Tras la parada en la mezquita, el cortejo llegaba al cementerio. El imán se colocaba a la altura de la cabeza del hombre o del tronco de la mujer y, extendiendo los brazos sobre el féretro, pronunciaba la oración por el difunto expresando su nombre "para que lo escribiesen los ángeles". 

Después, una fosa estrecha en tierra virgen se abría para introducir al fallecido desprovisto de ataúd, envuelto sólo en un sudario y en posición decúbito lateral derecho, con las extremidades inferiores ligeramente flexionadas, los brazos recogidos sobre la región púbica y el rostro orientado hacia La Meca, en dirección sureste. Generalmente no se atestigua ningún tipo de ajuar, prohibido por el islam, pero pueden encontrarse ocasionalmente elementos de adorno como anillos, pendientes y candiles. La tumba se cubría con tejas dispuestas transversalmente y rematadas con pequeños túmulos de tierra. 

En ocasiones, los difuntos podían tener lápidas u otras estructuras que permitían una mejor delimitación y ubicación. Losas, cascotes y adobes solían arrojarse encima de la sepultura siempre con poca tierra a fin de que no oprimiese al cuerpo el día del juicio final. También podían depositarse algunas hojas de mirto, cubriéndose en el caso de las clases más privilegiadas con una losa de mármol o arenisca donde aparecía el nombre, la fecha del fallecimiento, una aleya coránica o algún epitafio escrito en vida o en ocasiones versos, como así lo pidió el poeta cordobés Ibn Shuhayd en el siglo XI.

En ese mismo día solía ser habitual dar limosna a los más necesitados a fin de que el fallecido alcanzase un buen sufragio al día del juicio. Otra costumbre, que encontramos en algunos lugares del Magreb. es distribuir pan, mantequilla y miel como símbolo de aceptación de la voluntad suprema. También los familiares más directos guardan el luto durante ese día no cocinando, siendo los parientes los encargados de llevarles el almuerzo hasta el tercer día. Transcurridas esas jornadas se reanudan todas las actividades y se ofrece a los visitantes huevos cocidos, almendras y panes de anís con sésamo.

inscripción en lápida, Maqbara de Córdoba

Los andalusíes solían acudir diariamente durante siete días a la tumba de sus familiares para rezar el Corán y una recitación funeraria bien de día o de noche. De hecho, el hallazgo de restos de candiles en las excavaciones arqueológicas de algunos cementerios se han relacionado con esta práctica nocturna y, en algunos casos, el hecho de que se coloquen boca abajo junto a la cabeza del difunto podría emular una vida apagada.

En este sentido en el Islam aún se cree que, de alguna manera, el alma del difunto se sitúa cerca del lugar donde murió, siendo los ángeles de la muerte Nakir y Munkar quienes le interrogan sobre su profesión de fe. Si éste responde correctamente los ángeles lo elevan hasta el trono de Allah junto a lámparas de crisolita y zafiro. Por ello los familiares deben repetir la shahada durante el sepelio y a los días siguientes para facilitar el destino final. Pasados los días, al viernes siguiente, las mujeres acudían al cementerio recitando aleyas coránicas y cubriendo la tumba con palmas para rociarla con agua de azahar, humo de incienso y sándalo dando así por cerrado un ritual iniciado una semana atrás.

Los familiares del profeta y sus primeros compañeros, los llamados sahába, formaban parte del inicial grupo de musulmanes merecedores de un lugar de reposo eterno privilegiado, y sus tumbas se localizan por todo el mundo islámico medieval, incluido el recuerdo del improbable enterramiento de dos de ellos en Zaragoza, sobre cuyas tumbas se discutió si construir o no algún tipo de mausoleo conmemorativo, idea que finalmente se descartó.

Los enterramientos de los que conservamos más noticias y referencias en Al-Ándalus fueron los de diferentes soberanos islámicos. De manera excepcional, las tumbas de importantes personajes religiosos (sufíes, ulemas o doctores prestigiosos) podían resaltarse con una pequeña construcción de planta cuadrangular o qubba que podían ubicarse también intramuros, como la Rawda o jardín funerario perteneciente a los emires y califas omeyas, aunque su cementerio o rawda dinástica no tuviera una relevancia especial ni haya sido identificado todavía con absoluta precisión. 

Torre de la Rawda en Alhambra

Sabemos, eso sí, que era llamada Rawda o Turbat Al-Julafá, y que el mausoleo estaba situado, según las escasas referencias que tenemos, en el interior del alcázar cordobés. Se tienen también referencias de los panteones de algunas dinastías de reyes de taifas, así como la evidencia de epitafios de algunos de ellos. Recientemente se ha excavado e identificado el mausoleo de los reyes de la taifa de Murcia, con un oratorio asociado, aparecido en el alcázar de la ciudad, concretamente en las inmediaciones de la iglesia de San Juan de Dios. 

Por su parte, es bien conocido que los Banu Nasr de Granada contaron, por su parte, con dos espacios funerarios de referencia para los miembros de la dinastía nazarí, por un lado la antigua Maqbara Al-Sabika, situada en la colina de Alhambra, y por otro una Rawda o jardín funerario dentro del recinto de la propia fortaleza, que engloba asimismo la Torre de la Rawda que sostiene una cúpula gallonada en el interior de la qubba.

Podría decirse que la Córdoba sunní, por ejemplo, nunca pudo competir con El Cairo fatimí en número y riqueza de sus mausoleos, ya que seguramente pesaron más ciertas prescripciones malikíes para el desarrollo de esa expresión devocional a los difuntos. Por otra parte, no cabe duda que la conquista cristiana acabó borrando muchas de aquellas huellas artísticas y arquitectónicas que recordaban a sus muertos principales.

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